La fatiga hace más difícil ejercer de padres
Nuria está teletrabajando desde su casa y tratando de ayudar al mismo tiempo a sus hijos, que tienen clases presenciales y online combinadas, con los deberes. Con el esfuerzo que le exige cumplir con sus objetivos de trabajo, vigilar el aprendizaje de los niños, llevar la casa y cocinar, apenas le queda tiempo para dormir. En lugar de las siete horas que dormía antes, ahora intenta arreglárselas con solo cinco horas de sueño. Nuria es feliz siendo madre, pero se da cuenta de que últimamente está irritable, que grita a los niños por tonterías y que tiene problemas de concentración. Se siente superada y no sabe qué hacer.
En realidad, Nuria está saturada porque está abarcando demasiadas tareas sin descansar todo lo que necesitan su cuerpo y su mente. Los seres humanos necesitamos dormir bien para reparar nuestros organismos a nivel celular, consolidar en nuestras mentes la información recibida durante el día y regular nuestras emociones. Estos procesos tienen lugar a través de las distintas fases del sueño, incluida la fase REM. Normalmente, los adultos necesitan entre siete y ocho horas para atravesar varios periodos REM y así obtener todos los beneficios de un sueño reparador. Por ello, cuando acortamos las horas de sueño se hace más y más difícil acceder a esos niveles de sueño profundo en los que se reponen el cuerpo y la mente.
Investigaciones recientes han confirmado que el sueño forma parte integral de nuestra salud. Los padres y madres que no duermen lo suficiente tienen luego más dificultades para llevar a cabo sus tareas diarias. La falta de sueño provoca que nos falte capacidad de concentración, que cometamos errores a menudo y que nos distraigamos constantemente. Además, la fatiga y la falta de sueño afectan a nuestra capacidad de comunicación con los demás. Investigaciones recientes muestran que los progenitores pierden parte de su control verbal y tienden a hablar de manera más brusca cuando no han podido dormir lo suficiente, reflejando su estado ya sea con el uso de un vocabulario más duro o bien usando un tono más agresivo.
No se trata, además, de pasar más o menos horas metidos en la cama. Por muy pronto que se acuesten, muchos padres tienen luego problemas para conciliar el sueño o se despiertan en mitad de la noche porque sus cerebros se mantienen activos, procesando todos los asuntos que tienen pendientes. Estos procesos mentales suelen ocurrir durante la noche, cuando no tenemos otras distracciones y el ambiente oscuro y tranquilo nos invita a darle vueltas a la cabeza con los acontecimientos del día, a pensar en lo que tenemos que hacer al día siguiente y a revivir las sensaciones experimentadas unas horas antes. En la quietud de la noche encontramos tiempo y espacio para pensar; el problema es que mantener la mente activa nos va a impedir conciliar y mantener el sueño.
Pero, entonces, ¿qué podemos hacer los padres y madres, para gestionar toda esa carga de trabajo y además conseguir un buen descanso?
El primer paso es asumir que tenemos que cuidarnos y que un buen descanso es crucial para mantenernos sanos y poder con todo el trabajo. A menudo nos acostamos tarde porque queremos dejar el mayor número posible de tareas terminadas antes de irnos a dormir, pero los expertos afirman que eso puede ser contraproducente. Más vale irnos a la cama a tiempo y descansar bien, para que al día siguiente estemos más concentrados y seamos más productivos.
Asimismo, debemos evitar recurrir automáticamente a “soluciones rápidas”, ya sean estimulantes, como mucho café o bebidas energéticas, para mantenernos despiertos, o depresores del sistema nervioso central, como el alcohol, para relajarnos antes de ir a dormir. Estos recursos pueden funcionar si se usan con moderación y ocasionalmente, pero si se toman a diario, el organismo creará una creciente tolerancia a sus efectos que nos llevará a necesitar cantidades cada vez mayores para obtener el mismo resultado y, con el tiempo, nos puede acarrear otros problemas de salud. Por tanto, es mejor recurrir a actividades más saludables y que produzcan efectos similares, como hacer ejercicio, ya sea mediante un paseo rápido, levantarnos de la silla y estirar cada dos horas, o simplemente desconectar llamando a alguien para conversar durante unos minutos. Del mismo modo, hay actividades que nos ayudan a desacelerar y relajarnos, tales como respirar profundamente durante un minuto (lo cual podemos practicar varias veces a lo largo del día), tomar un baño templado antes de acostarnos o practicar algunas posturas de yoga para estirar y relajar los músculos. Todas estas actividades pueden incorporarse a nuestras rutinas diarias para ayudarnos a manejar el estrés y mantener el equilibrio en jornadas que nos exigen el máximo de tiempo y atención.
Por último, si no podemos evitar dar vueltas a todo cuando tendríamos que dormir, o si nos despertamos en mitad de la noche con un montón de ideas bullendo en nuestra mente, siempre podremos al menos intentar “aparcar” esos pensamientos. Para ello, dejaremos papel y boli en la mesilla de noche y tomaremos nota de todas esas ideas que no nos dejan dormir. Con esta técnica, lo que hacemos es guardar a buen recaudo todo aquello que nos perturba hasta que llegue el momento de gestionarlo. Al poner nuestras preocupaciones por escrito, aseguramos a nuestra mente inquieta que ya puede dejar de pensar en todas esas cosas, porque las hemos apuntado y ya no se nos van a olvidar. Esto nos permitirá liberar parte del estrés y que nuestros pensamientos puedan divagar hasta que alcancemos el sueño. Seguramente, cuando leamos la lista a la mañana siguiente, ya no nos parecerá tan angustiosa porque nuestro cerebro habrá tenido tiempo de procesar la información mientras dormíamos.
Como conclusión, aprender a priorizar nuestras necesidades como individuos nos ayudará a ser mejores padres y a enfrentarnos a retos importantes con mejores opciones de éxito. Cuidarnos nos ayudará a prepararnos mejor para todo lo que nos traiga el día siguiente; también nos hará más pacientes para asumir las necesidades de nuestros hijos y darles todo el cariño que haga falta en su complejo camino hacia la madurez y en su búsqueda de su lugar en el mundo.
Hoy en día, por lo general, se asocia el concepto de valores con el mundo adulto, no con la infancia. Cuando pensamos en los niños, acuden a nuestra cabeza calificativos como espíritus libres, inocentes, curiosos, libros en blanco, dependientes y otros términos por el estilo. Sin embargo, la mayoría de los padres asegura que quieren educar en valores a sus hijos. El problema, a menudo, es que no saben bien cómo transmitir de manera efectiva y práctica esos valores que ellos, como adultos, aprecian. Esto lleva, por lo general, a que los padres prefieran retrasar el momento de inculcar valores a sus hijos hasta que sean mayores y más maduros, o si empiezan a mostrar conductas que reflejan una falta de dichos valores.
En este mundo de cambios constantes, muchas familias ni siquiera tienen claro a qué se refiere el concepto de “valores”. En realidad, los valores son ideas y creencias que usamos para evaluar situaciones, tomar decisiones y elegir las acciones a emprender en cada momento. Los valores son las señales que encontramos a lo largo de nuestro camino y que nos indican qué está bien y qué está mal, qué se debe hacer y qué no, o qué es apropiado en cada momento y qué no lo es.
Lo cierto, por desgracia, es que retrasar la enseñanza de valores puede ser problemático. Los niños están intelectualmente preparados para aprender valores a lo largo de casi toda su vida. La clave está en enseñar estos valores de manera acorde a su nivel de desarrollo. Si se hace así, la enseñanza en valores puede comenzar desde que el niño cumple un año y continuar sin pausa hasta el final de la adolescencia. Es más: si los niños empiezan a aprender valores pronto, tendrán más tiempo de comprender realmente lo que significan esos valores en toda su profundidad, y no solo las acciones externas que llevan aparejadas. Además, los padres podrán reaccionar y reforzar esos valores firmemente en el entendimiento de sus hijos e hijas.
Cuando los niños aprenden tanto una conducta concreta como el valor que la sustenta, serán más capaces luego de poner en práctica esa conducta de forma autónoma. De hecho, hay muchos niños que se comportan de una manera cuando hay adultos delante y de otra muy distinta cuando creen que no les observan. Una razón por la que esto ocurre es que esos niños solo han aprendido que comportarse de cierta manera sirve para recibir aprobación y evitar que les regañen. Sin embargo, no han entendido que “portarse bien” es el reflejo conductual de un valor importante. La desconexión entre los comportamientos adecuados y los valores que subyacen tras esas pautas de comportamiento pueden resultar en que los niños se vuelvan impredecibles, lo cual les acabará causando problemas. Por tanto, para educar en valores es importante mostrar específicamente a los niños tanto las conductas adecuadas como los valores que subyacen tras cada una de ellas. Este proceso se irá tornando más complejo a medida que los menores crezcan, pero cada paso es necesario para cimentar el siguiente.
He aquí algunos ejemplos prácticos para empezar, según la edad:
Cuando los niños son pequeños, como mejor aprenden es con el ejemplo e imitando lo que ven hacer a sus padres. Por tanto, es buena idea que los padres expliquen en voz alta lo que hacen cuando actúan de acuerdo a los valores que quieren transmitir, de manera que los pequeños se dan cuenta, no solo de lo que están haciendo sus padres, sino del motivo por el que se comportan de esa manera. Por ejemplo, pongamos que mamá dice: “voy a recoger todo lo que he estado usando, para que así la mesa quede libre para otra persona,” mientras quita papeles y cartas de la mesa del salón. Con esta sencilla acción, la madre enseña a los niños los valores de saber compartir, ser responsable y respetar a los demás, ya que el niño observa cómo actúa ella y aprende por qué.
Con niños ya en edad escolar, es momento de que los padres identifiquen por su nombre los valores que van poniendo en práctica. En esta etapa, los niños aplican el pensamiento concreto y aprenden obteniendo información del entorno a través de los sentidos. Por eso, la mejor manera de educarles en valores es asociando experiencias personales de los niños a los valores deseados, y luego dándoles la oportunidad de ponerlos en práctica. Por ejemplo, en el caso de un niño que juzga las capacidades deportivas de otro, el padre explica lo siguiente: “ya sé que te parece que Jaime es malo jugando al fútbol, pero ten en cuenta que acaba de empezar, mientras que tú llevas años jugando. Además, ¿recuerdas lo que te dijeron otros niños cuando fallaste un gol el otro día y cómo te sentiste? Seguro que no quieres que Jaime se sienta igual por algo que tú le has dicho. ¿Por qué no intentas apoyarle un poco, para que se vea más seguro?” Con esta charla, el padre está mostrando empatía con el punto de vista de su hijo, pero también usa las experiencias vitales del chico para inculcarle valores de empatía, amabilidad y paciencia.
Al llegar a la adolescencia, los niños desarrollan el pensamiento abstracto, el cual les permite evaluar y reflexionar sobre ideas y temas que no han experimentado ni les han afectado en su vida. Esto supone que los padres pueden empezar a hablar con ellos sobre conceptos abstractos como el amor, la injusticia, los derechos o las obligaciones. Además, pueden guiar a sus hijos adolescentes en el proceso de evaluar esos asuntos, en base a los valores imperantes en la familia. Por ejemplo, permitiendo a los chicos que elijan la música que se pone en el coche y, luego, hablando con ellos sobre las letras de las canciones y lo que significan. Muchas canciones hablan de temas como sexo, drogas o violencia. En esos casos, los padres pueden usar la letra de esas canciones como punto de partida para entablar una conversación, preguntar a sus hijos qué piensan sobre esos temas y, según lo que respondan, guiarles hacia un refuerzo de los valores que reflejan el punto de vista de la familia.
En resumen, las primeras lecciones en valores que damos a nuestros hijos cuando son muy pequeños conformarán el marco en que vamos a enseñarles a comportarse durante toda su infancia. Del mismo modo, los comportamientos aprendidos durante la infancia son la base sobre la que hablar, durante la adolescencia, sobre cómo aplicar esas conductas a todos los aspectos de la vida. En conjunto, esta labor pedagógica continua va a impulsar a los niños a aprender y asumir valores bien enraizados, que les servirán de guía en su camino hacia la madurez.Nunca es demasiado pronto para educar en valores a nuestros hijos e hijas. La clave es enseñarles de manera acorde a cada etapa de su desarroll. Asimismo, es importante identificar esos valores y perseverar en transmitirlos, para que nuestros hijos e hijas crezcan como personas de valores firmes.